Francia, noviembre de 1312
Odiaba a muerte al Rey de Francia.
Odiaba a ese rey que vivía a costa de los altísimos impuestos que tenían que
pagar los parisinos, para que el Palacio de la Cité pareciese un burdel. Y lo odiaba desde lo más profundo de mí ser, no por su condición de rey
mujeriego y putero que se follaba a toda cortesana y prostituta que hubiera en
París, sino porque he tenido que saquear, robar, e incluso matar en su nombre.
Y no le ha importado nunca al muy hijo de puta que hayamos dejado sin comida a su pueblo. Un pueblo
que malvive constantemente expoliado a merced de lo que la guardia real hiciéramos
para llenar los graneros y arcas de palacio.
Y allí, en ese palacio que apestaba, fue donde conocí a ese templario al que buscábamos como diablos. En su condición de médico del temple, pasaba consultas
al rey por sus continuas afecciones, fruto de sus vicios y perversiones. Pero también ayudaba a las cortesanas y
prostitutas a escondidas. En la parte posterior del palacio, por donde
entraban y salían sin ser vistas de la muchedumbre, las daba remedios para
mejorar sus pulmones, así como ungüentos para la “arsure”, aunque solo aliviaban el calor interno que les producía
el mal de la época.
Desde que salimos de París hacía ya
catorce jornadas, apenas habíamos probado bocado, y mucho menos cerrar
los párpados. Sólo nos deteníamos para que los caballos descansasen un poco, bebieran
agua de algún río, charca o arroyo, y que pudieran comer algo de hierba o pasto. El
hambre se soportaba, pero el frío y el sueño no. Las órdenes que nos había
transmitido el capitán de la guardia eran muy sencillas. Buscar e interceptar
al templario Jehan de Berenguer y a sus acompañantes. El único requisito era
llevarles a París de vuelta, vivos o muertos.
La jornada estaba siendo tediosa. Habíamos
llegado a las montañas que separan la Francia del reino de Aragón. La nieve y
el frío nos estaban mermando y sólo quería dormir. Incluso que la muerte me
llevara. Estábamos controlando el paso fronterizo por si el viejo templario y
sus acompañantes querían entrar a tierras aragonesas por el
“summus portus”. Otros soldados del rey, estarían en
las inmediaciones de Sant Jean Pied de Port, por si quisiera pasar por el
enclave de Roncesvalles.
Ya apremiaba la noche cuando un ruido
de cascos de caballo nos puso en alerta. Y allí, ataviado como si fuese
un monje lo vi. No tenía la menor duda. Era el. Pero no hice nada. Tan
solo escuché la conversación que mantuvo con el sargento. Iba
acompañado por otro monje, aunque de París salieron tres. Le escuché decir que estaban recolectando hierbas para llevárselas al
prior de San Juan de la Peña, y que habían intentado robarles tres caballeros
ataviados con indumentaria de templarios unas leguas atrás. Antes de emprender
a galope en busca de los templarios como nos había indicado, pasé a su lado y pude ver cómo me miró de soslayo. Supe
perfectamente que me había reconocido, pero también pude ver como inclinaba su cabeza hacia abajo centrando su mirada en mis ojos. Un gesto de cortesía entre caballeros y soldados, que se empleaba para agradecer la ayuda sin miramientos en alguna acción de espadas o armas. Supe también que reconoció a este viejo soldado, que odia al
rey con toda el alma, y que no le había delatado. Sin más, giré la cabeza y emprendí el galope tras mis compañeros para
buscar al mismísimo templario que había dejado escapar.
Que le jodan al rey.
Me gusta.
ResponderEliminarMe quedo con ganas de que publiques un poco más.
Muchas gracias amigo/a anónimo. Pronto habrán más aventuras de Jehan de Berenguer
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