viernes, 29 de noviembre de 2019

Que le jodan al rey



Francia, noviembre de 1312

Odiaba a muerte al Rey de Francia. Odiaba a ese rey que vivía a costa de los altísimos impuestos que tenían que pagar los parisinos, para que el Palacio de la Cité pareciese un burdel.  Y lo odiaba desde lo más profundo de mí ser, no por su condición de rey mujeriego y putero que se follaba a toda cortesana y prostituta que hubiera en París, sino porque he tenido que saquear, robar, e incluso matar en su nombre. Y no le ha importado nunca al muy hijo de puta que hayamos dejado sin comida a su pueblo. Un pueblo que malvive constantemente expoliado a merced de lo que la guardia real hiciéramos para llenar los graneros y arcas de palacio.  

Y allí, en ese palacio que apestaba, fue donde conocí a ese templario al que buscábamos como diablos. En su condición de médico del temple, pasaba consultas al rey por sus continuas afecciones, fruto de sus vicios y perversiones.  Pero también ayudaba a las cortesanas y prostitutas a escondidas. En la parte posterior del palacio, por donde entraban y salían sin ser vistas de la muchedumbre, las daba remedios para mejorar sus pulmones, así como ungüentos para la “arsure”, aunque solo aliviaban el calor interno que les producía el mal de la época.  

Desde que salimos de París hacía ya catorce jornadas, apenas habíamos probado bocado, y mucho menos cerrar los párpados. Sólo nos deteníamos para que los caballos descansasen un poco, bebieran agua de algún río, charca o arroyo, y que pudieran comer algo de hierba o pasto. El hambre se soportaba, pero el frío y el sueño no. Las órdenes que nos había transmitido el capitán de la guardia eran muy sencillas. Buscar e interceptar al templario Jehan de Berenguer y a sus acompañantes. El único requisito era llevarles a París de vuelta, vivos o muertos.

La jornada estaba siendo tediosa. Habíamos llegado a las montañas que separan la Francia del reino de Aragón. La nieve y el frío nos estaban mermando y sólo quería dormir. Incluso que la muerte me llevara. Estábamos controlando el paso fronterizo por si el viejo templario y sus acompañantes querían entrar a tierras aragonesas por el “summus portus”. Otros soldados del rey, estarían en las inmediaciones de Sant Jean Pied de Port, por si quisiera pasar por el enclave de Roncesvalles.

Ya apremiaba la noche cuando un ruido de cascos de caballo nos puso en alerta.  Y allí, ataviado como si fuese un monje lo vi. No tenía la menor duda. Era el. Pero no hice nada. Tan solo escuché la conversación que mantuvo con el sargento. Iba acompañado por otro monje, aunque de París salieron tres. Le escuché decir que estaban recolectando hierbas para llevárselas al prior de San Juan de la Peña, y que habían intentado robarles tres caballeros ataviados con indumentaria de templarios unas leguas atrás. Antes de emprender a galope en busca de los templarios como nos había indicado, pasé a su lado y pude ver cómo me miró de soslayo. Supe perfectamente que me había reconocido, pero también pude ver como inclinaba su cabeza hacia abajo centrando su mirada en mis ojos. Un gesto de cortesía entre caballeros y soldados, que se empleaba para agradecer la ayuda sin miramientos en alguna acción de espadas o armas. Supe también que reconoció a este viejo soldado, que odia al rey con toda el alma, y que no le había delatado. Sin más, giré la cabeza y emprendí el galope tras mis compañeros para buscar al mismísimo templario que había dejado escapar.

Que le jodan al rey.