Un cielo cubierto de nubes grises cubría la totalidad del cielo aquella mañana de mil novecientos ochenta. Recuerdo ese olor a tierra mojada por las primeras gotas de lluvia caídas sobre la arena del patio del colegio. Pero no nos importaba. Lloviera, nevera, granizara o cualquier otro tipo de inclemencia, no impedía que al sonido de la campana corriéramos como locos a disfrutar de los treinta minutos de recreo. Paco se había traído el balón de reglamento para echar un partido a los de quinto B.
Ya habíamos comenzado a jugar, y empezaron los gritos entre nosotros mismos; que si eres un chupón y no la pasas, que si no sabes centrar, que si eres un paquete... Juli se quitó la pelota de encima con una patada, y haciendo un vuelo como cuando tiramos un avión de papel, el balón entró en el soportal de la entrada del colegio. Corrí a buscarlo, y lo encontré junto a la pierna inmóvil de Jesús. Paré en seco y pude ver su cara de tristeza, de impotencia, de ver que la vida pasa justo por delante de él y no puede agarrarse a ella.
Ya habíamos comenzado a jugar, y empezaron los gritos entre nosotros mismos; que si eres un chupón y no la pasas, que si no sabes centrar, que si eres un paquete... Juli se quitó la pelota de encima con una patada, y haciendo un vuelo como cuando tiramos un avión de papel, el balón entró en el soportal de la entrada del colegio. Corrí a buscarlo, y lo encontré junto a la pierna inmóvil de Jesús. Paré en seco y pude ver su cara de tristeza, de impotencia, de ver que la vida pasa justo por delante de él y no puede agarrarse a ella.
Jesús era un niño distinto, con un semblante siempre serio y parco en palabras. Tenía un problema de movilidad debido a que en una de sus piernas llevaba siempre un engendro de hierros y alambres, y una extrema delgadez, le hacían ser un chico demasiado especial para muchos. Nunca deparamos en él, nunca nos había preocupado, nunca hicimos nada para que jugará con nosotros, nunca pasó nada. Hasta ese día. El balón estaba al lado de su pierna izquierda.
Me miró como sintiéndose prisionero en una celda en lo alto de un castillo custodiado por un dragón, incapaz de poder hacer nada para escapar. Entre suspiros, comenzó a retroceder y entró por la puerta principal, con su paso torpe y lento, hacia el interior del colegio.
Me miró como sintiéndose prisionero en una celda en lo alto de un castillo custodiado por un dragón, incapaz de poder hacer nada para escapar. Entre suspiros, comenzó a retroceder y entró por la puerta principal, con su paso torpe y lento, hacia el interior del colegio.
Yo no estaba mirándole, miraba allí porque seguí el vuelo del balón, y gracias a eso pude encontrar un sentimiento que hasta ese momento estaba aletargado. Esa imagen me conmovió. Dejé de mirar y entré hacia el interior del colegio para ver si lo veía. Aún recuerdo su estampa, sentado en el banco de madera que había en el hall de entrada, con el cuerpo inclinado hacia delante, los dos codos apoyados sobre sus muslos y las manos tapándole su cara. Se le escuchaba sollozar. Lo peor de ese momento es cuando pasaron dos profesores por su lado, y ninguno fue capaz de pararse y preguntarle qué le pasaba. Subí corriendo hacia la clase, y saqué de mi mochila un bocadillo que me había preparado mi madre, y bajé hacia el banco nuevamente todo lo rápido que pude. Me senté a su lado, y, sin llamarle por su nombre dado que no lo recordaba, le ofrecí un trozo de bocadillo.
Aún con el tronco encorvado hacia abajo, giró su cabeza hacia mí, e intentó recomponerse. Partí el bocata en dos sin que hubiera articulado palabra, y se lo puse a la altura de su mano. Lo cogió, olisqueó un poco, y pude escuchar por fin su voz:
- ¿De qué es?
Su voz grave y temblorosa le hacía parecer mayor, pero había en su expresión la cara de cualquiera de los compañeros que estuviera fuera jugando con el balón. Era un niño, como yo, pero la vida le había señalado a él, y le impedía de alguna forma ser como los demás. Así que le dije que se secara sus lágrimas, que el reloj que estaba encima de la puerta del cuarto de la portería marcaba las once y dieciocho, que faltaban doce minutos para que acabara el recreo y que no podíamos perder más tiempo allí.
Se apoyó con una mano en mi hombro para levantarse del banco, y sin soltarse, caminamos hacia el patio nuevamente. Cuando salimos, había un hueco entre las nubes por el que los rayos de sol se habían abierto espacio. Miró al sol, miró al patio, nos miramos, y me dijo:
- ¿Amigos?
- ¡Amigos¡
Bien primo, bien...me gusta mucho la sencillez y a la vez la fuerza del texto...sabe a verdad...
ResponderEliminarMuchas gracias, primo. Un honor, un placer. un abrazo grande.
EliminarNo me puede parecer más bonito.... me encanta la historia y me encanta como la narras
ResponderEliminarMuchas gracias Rasedo. Si este texto os sirve para cualquier cosa que creais de vuestro centro, es vuestro. Un beso.
EliminarJ, mamoncete escribes muy bonito. Me gustó.
ResponderEliminarGracias primo. Muchas gracias por dedicarme tu tiempo para leerme. Un fuerte abrazo.
EliminarPrecioso, como siempre! Escribes precioso, sabes que me encantan todos tus relatos, cargados de sencillez y bellos sentimientos, algo tan escaso, por desgracia, hoy en día. Enhorabuena, guapísimo...tienes un alma muy bonita!
ResponderEliminarMuchísimas gracias amiga. Pero desde tu anonimato no puedo saber siempre eres. Aún así, gracias por regalarme un poquito de tu tiempo para leer mis historias. Besos.
EliminarJuan. Me ha gustado mucho. Es cierto que es una historia sencilla, pero me ha enganchado muy rápido. ¿qué pasó después?....
ResponderEliminarNo deja de ser una historia con un final feliz. Un beso amiga
EliminarMe gustó. Sencillo y directo, pero expresando un mundo de sentimientos. Gracias por tu relato.
ResponderEliminarGracias a ti por regalarme tu tiempo en leerlo
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