lunes, 12 de marzo de 2018

El usurpador



La noche olía a muerte, como todas las noches que me tocaba ir a trabajar. Mi olfato ya se había hecho a oler las carnes putrefactas, a las ropas pegadas en las maderas de los féretros o a la tierra que sepulta las cajas donde están depositados los muertos. Al fin y al cabo, la muerte es mi subsistencia, y no podía poner pegas por ello.

Tenía establecido un modus operándi muy particular. Todas las mañanas acudía a la iglesia de mi barrio para confesarme de los pecados que iba a cometer -era como reírme de Dios- y luego compraba el diario ABC para revisar en sus páginas intermedias las esquelas. Es decir, ver nombre y apellidos de los recientes fallecidos, así como realizar un análisis profundo de su estatus social.  Esa mañana había dos botines muy jugosos: Don Rigoberto Mencía Sancho, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Catedrático de la Universidad Complutense,  Gran Cruz de Alfonso X El Sabio, Gran Cruz al Mérito Civil y otras distinciones, y Don Anselmo Dos Sicilias Alba, Gran Duque de Puñoenrostro, Hermano Mayor de la Orden del Temple en España y otras condecoraciones por méritos civiles.  No dejaban de ser muertos, y posiblemente irían ataviados con sus mejores galas, con muchas medallas y condecoraciones que se llevarían consigo al otro mundo. Y ahí estaban mis ganancias, en sus distintivos metálicos o de algún metal precioso, para que luego, una vez acabada mi faena cotidiana, revendiera en el mercado negro.

La noche pintaba en bastos. Chuzos de punta desde las nueve de la noche. Para colmo, nada mas llegar al cementerio, se fueron las luces de las farolas, por lo que localizar los nichos sería infinitamente más costoso. Introduje dos ganzúas en la cerradura metálica, y en menos de diez segundos ya estaba dentro del hotel de los muertos. Los caminos entre los nichos y sepulturas estaban anegados de barro. Caminé despacio para evitar resbalones y me dirigí hacia donde estaban los panteones, la zona noble de este parque temático. Ayudado por una linterna, busqué entre las estatuas y los pórticos de mármol los nombres que había anotado esta mañana.  

De repente, un sonido seco, como si fuera el impacto de un mazo sobre una losa, rompió incluso el ruido de mis pisadas. Me escondí detrás de una estatua de unos tres metros de alta, y que parecía tener la forma de un ángel con sus alas estiradas, como presidiendo el lugar, vigilante. Una luz se podía vislumbrar procedente del interior de un mausoleo, el cual había sido violentado sin mi permiso. 

No podía ser. Alguien estaba intentando dejarme sin trabajo. A mi, que llevaba siendo puntual a mis citas desde hacía mas de diez años.  Decidí acercarme a hurtadillas para ver primeramente a quien se estaba espoliando sin mi permiso, y segundo, ver quien era el osado de estar en mi territorio laboral sin ni siquiera haberme pagado el canon correspondiente. 

-¿Qué haces en mi territorio?. -le dije-.

No recibí ninguna contestación. El hombre estaba trabajando en lo suyo, como si no fuese esta guerra con él. Había sacado los huesos de al menos tres cadáveres y los estaba introduciendo en una bolsa de plástico de grandes dimensiones. Su atuendo era oscuro, llevaba guantes en las manos, y una máscara en la cara. Imagino que no estaba aún hecho al aroma que los muertos dejan cuando se les sacaba a dar un paseo.  

-¿Qué haces en mi territorio?. -le repetí-. 

El silencio fue su respuesta. Aunque esta vez giró la cabeza para que su mirada se cruzase con la mía, mientras cerraba con varios nudos la bolsa de plástico. Di un paso hacia adelante con la intención de acercarme al usurpador, y me di cuenta de que todo el suelo estaba cubierto de plásticos. Nada más dar un paso adelante, sonó un ruido, como si fuera el disparo de una escopeta.  El usurpador se levantó, se dirigió a la zona donde mi cuerpo yacía muerto por el impacto de un cartucho en mi cabeza. Juntó las cuatro esquinas del plástico para que la sangre no saliera de este, he hizo un gran nudo. Detrás de donde yo estaba, llegó un joven con un arcabuz en mano.

-Este hijo de puta ya no vaciará mas tumbas. El monopolio es nuestro. 

Me metieron en el hueco del nicho que había vaciado el usurpador previamente. Y cuando todo parecía que mi inmortalidad sería en la más absoluta de las soledades, el impostor, con el mismo mazo que había hecho el ruido que llamo mi atención, golpeo la cabeza del joven que me pegó el disparo, cayendo al interior del nicho mientras su alma se perdía en la caída, para yacer el cuerpo a mi lado. Se quito los guantes y la mascara, se zafó de las ropas que llevaba, echándolas al interior del agujero y quedándose puesto con una sotana negra y un alzacuellos. 

-Un hijo de puta que ya no confesará mas atrocidades con los muertos y otro que no cometerá mas asesinatos. -dijo el cura mientras que con su mano derecha hacía el signo de la cruz, como bendiciendo nuestros cuerpos-.

Sin lugar a duda, aquella noche olía a muerte. A la mía.