domingo, 21 de enero de 2018

El indigente

Llovía.  Las primeras gotas cayeron encima de Jesé cuando aún dormía sobre un banco de la calle Atocha. Una vieja manta raída y sucia, con la que se cubría todo su cuerpo, no impidió que le mojara la cara para levantarse violentamente y maldecir su suerte en esa mañana de Octubre. Mientras,  oteaba fijamente a las personas que iban dentro de sus vehículos -abstraídos seguramente por el sonido de sus aparatos de radios-, y ninguneando la realidad de muchos que como él, deambulaban sin norte para guarecerse en los soportales a esa hora de la mañana.  


En su carrera para evitar que el agua le empapara hasta las entrañas, Jesé tropezó con un hombre que salió trastabillado unos metros hacia adelante.

- Perdón jefe. -Le dijo-.

- Mira por donde vas, haraposo. Me has manchado el traje que vale mas que tu y tu familia de mugrientos. Vete a tu país donde no debiste de salir.

Absorto, miró con rabia a los ojos de esa persona que le había humillado sin motivo. Vio como se ajustaba el nudo de su corbata mientras le devolvía la mirada con ojos enrojecidos y centelleantes, mordiéndose los labios y levantando las cejas.  Desafiante, esperaba a que Jesé abriera la boca para que la tormenta desatara una batalla con un final ya escrito de antemano.  

Jesé retrocedió, y mientras se giraba para emprender otro camino, le mantuvo unos instantes la mirada, sintiendo lástima y compadeciéndose por el energúmeno que le había tratado así.

- Tranquilo moreno. ¿Has desayunado?. -Le dijo una persona que desde la puerta del Bar Pérez había visto la secuencia completa-. 

- Ven. Tómate un café conmigo y charlemos.

En el interior del bar se sentaron en una mesa junto a la puerta, donde aún se veía a la gente pasar hacia arriba y hacia abajo, en una carrera para ganar tiempo sobre la lluvia que no cesaba de caer.  


- Mi nombre es Yago. Soy sacerdote,  y estoy buscando una persona que me ayude en un centro donde damos cobijo y comida a personas sin techo.  No te puedo dar sueldo. Tan sólo un cuarto con ducha, y tres comidas al día.  Llevo observándote estos días por aquí, y ademas de dormir en el banco, rezas cada mañana en las puertas De la Iglesia de San Judas, ayudas a otros como tú, y has evitado que roben a algún anciano que sacaba dinero del cajero automático que hay aquí al lado.

Por la cara de Jesé, viajaban ríos de lágrimas, aunque sostenía la mirada sobre los ojos del padre Yago. Y mientras sus ojos se bañaban en ese mar salado, su cara empezó a pintar un mundo de sonrisas.  De repente vio en Yago a su padre, al ser que le empujó a viajar a otra tierra donde no habría hambre ni miseria. Vio en él la humanidad que le transmitieron su familia desde muy pequeño. Se levantó de la silla, y se abalanzó hacia él, fundiéndose en un abrazo interminable.


Una mañana, siete meses después, llamaron a la puerta De la Iglesia a las seis y diez de la mañana. Jesé se apresuró para abrir la puerta y vió unos ojos conocidos. 

- Por favor, hermano. No tengo donde ir. Me han dicho que aquí puedo quedarme algunos días. ¡Se lo suplico¡. 


El hombre llevaba un traje puesto deshilachado, con una corbata desanudada, zapatos rotos. Estaba mugriento en general, como si llevara durmiendo en la intemperie muchos días.  Cuando alzó la mirada vio a Jesé, firme, sin pestañear, como si fuera el guardián de las puertas del cielo.  Jesé, reconociendo al individuo que le había humillado meses atrás y sin un ápice de rencor, le abrió sus brazos para que, tras abrazarse, se llenara de la paz que le hacia falta en ese momento de su vida.