Relatos, escritos, vivencias

viernes, 24 de agosto de 2018

El vuelo


Su teléfono móvil se estaba quedando sin batería. Los paneles  informativos de la T4 seguían indicando el retraso del embarque  para el vuelo AAL 8074 con destino a New York, y la gente empezaba a inquietarse por la escasa información que se recibía hasta el momento. Así que, buscó un lugar donde poder cargar su teléfono -sin perder de vista a los paneles informativos- y seguir viendo e interactuando con sus redes sociales.  

Sentado en un sillón de escay, algo roído por el uso, oteaba con cierto disimulo a las personas que transitaban por el interminable pasillo de esa parte del aeropuerto, mientras que su teléfono se recargaba. Era como estar en el metro de Madrid en una hora punta: un ir y venir de gente constantemente entre zancadas, empujones, conversaciones telefónicas, y una música casi estridente que salía del altavoz de un joven al que no le decía nada las miradas inquisitorias de todo aquel que pasaba a su lado. Mientras, por el servicio de megafonía no se dejaba de repetir en varios idiomas, que se estuviera siempre atento a las maletas y a los efectos personales. 

El joven de la música le recordó a él en un pasado ya lejano.  Le vino a la cabeza su primer viaje junto a sus compañeros de instituto, en el que viajaron a Mallorca para celebrar el ecuador de sus estudios.  Allí saboreó las mieles de la libertad, lejos de sus padres y amigos habituales, donde hizo por primera vez el amor con una estudiante italiana, donde el alcohol y alguna droga blanda, estuvieron presente casi todas las noches de aquella semana mágica.  Un viaje que le hizo ser la persona que es hoy.

El joven, se paró y vio que un sillón de al lado estaba libre. Se dirigió a el sin dejar de tararear la estridente canción que sonaba como si fuera un sirena en un ataque nuclear. Vestía un pantalón vaquero roto, con unas deportivas sucias y desgastadas. Una camiseta blanca con el símbolo de La Paz. En su antebrazo derecho se veía el tatuaje de una brújula rota, como si a través de ella se le estuviera escapando el rumbo y el destino. Y eso, le hizo pensar en lo que el futuro le deparaba.  

De  repente,  dejo de sonar su música.  El joven se levantó con la mirada pérdida, mientras que sus ojos mostraban la profundidad de un abismo negro.  Torció el gesto de la cara hacia la derecha pudiéndosele ver una gran cicatriz en el pómulo izquierdo.  Se tocó su cara, y nada más sentir en la yema de sus dedos el surco que unía las dos partes del corte, comenzó a gritar como si las entrañas se le quemaran desde los adentros. Con unos movimientos violentos de sus manos, buscó con insistencia algo que había dentro de un bolsillo del pantalón. Cuando lo sacó, se lo puso a la altura de sus ojos, y sin dar tiempo a ninguna respuesta de la gente que le estaba mirando, abrió la hoja de la navaja y se rebanó el cuello desde la derecha hacia la izquierda, cayéndose al suelo entre los borbotones de sangre que le salían a golpe de latido.

Un vigilante de seguridad se acercó rápidamente e intentó taponar  el corte con una mano, mientras pedía ayuda desesperada por su walki talkie.  

-Se ha seccionado el cuello. Por favor que venga a la puerta 474 un equipo médico. Urgente. Varón de unos treinta años. Estoy intentado contener la hemorragia. Dense prisa por Dios. 

-¡He usted! -Le dijo- -.¡Ayúdeme!. Debemos intentar contener la hemorragia si queremos que a este pobre desgraciado le puedan salvar la vida. 

El joven yacía en el suelo inmóvil, con la mirada perdida, en un viaje son retorno hacia la eternidad. Cuando le puso las manos sobre el cuello, se vio reflejado en él, como si fuera el mismo  quien estuviera entregando su vida a la muerte desde el suelo.   Y se sintió sólo, a sabiendas de que no tenía a nadie con el que llegar al ocaso de sus días. Se vio postrado en una silla de un geriátrico, sin poder ver el sol. Solo, sin visitas, con la única compañía de otros vejestorios mudos de recuerdos y ciegos de sueños. Sólo. Y supo en ese mismo momento que no quería morir así...


El vuelo había despegado con casi cinco horas de retraso. Esperaba ansioso la señal acústica y luminosa que le permitiera desabrocharse el cinturón de seguridad, cuando un fuerte ruido sonó en el aeroplano. Con un movimiento intuitivo, miro por la ventana del avión viendo un motor en llamas. Los gritos de pánico inundaron la cabina y un pitido estridente sonó. Desde los altavoces se indicaba que todo el mundo se pusiera el cinturón, y se colocaran en posición de emergencia, dado que se haría un aterrizaje de emergencia.  Volvió a mirar por la ventana, y allí, encima del ala estaba el joven que se había suicidado al lado de la la muerte cabalgando a lomos del aeroplano, sabiendo que estos le llevarían al infinito, a eso que unas horas antes antes había vislumbrado.





miércoles, 18 de julio de 2018

Felicidades Papá

Quizás en mi locura, nunca te fuiste.  Hoy 18/07 cumplirías 75 años y una vida dedicada a trabajar.  Porque solo sé que eso hiciste siempre.  Tuve la oportunidad de compartirlo contigo casi 8 años, y sembraste muchas cosas en mi.  Te fuiste ya hace tiempo pero no hay día en el que mi corazón no te llame en el silencio de mi alma, porque y a pesar de los choques que teníamos, eras bondad y corazón.  Yago sabe que estás en el cielo, pero dentro de poco sabrá y sentirá que ni te fuiste, ni te irás jamás de entre nosotros. Felicidades papa.  Te quiero inmensamente. Allá donde fueres,  allí estaré.

lunes, 12 de marzo de 2018

El usurpador



La noche olía a muerte, como todas las noches que me tocaba ir a trabajar. Mi olfato ya se había hecho a oler las carnes putrefactas, a las ropas pegadas en las maderas de los féretros o a la tierra que sepulta las cajas donde están depositados los muertos. Al fin y al cabo, la muerte es mi subsistencia, y no podía poner pegas por ello.

Tenía establecido un modus operándi muy particular. Todas las mañanas acudía a la iglesia de mi barrio para confesarme de los pecados que iba a cometer -era como reírme de Dios- y luego compraba el diario ABC para revisar en sus páginas intermedias las esquelas. Es decir, ver nombre y apellidos de los recientes fallecidos, así como realizar un análisis profundo de su estatus social.  Esa mañana había dos botines muy jugosos: Don Rigoberto Mencía Sancho, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Catedrático de la Universidad Complutense,  Gran Cruz de Alfonso X El Sabio, Gran Cruz al Mérito Civil y otras distinciones, y Don Anselmo Dos Sicilias Alba, Gran Duque de Puñoenrostro, Hermano Mayor de la Orden del Temple en España y otras condecoraciones por méritos civiles.  No dejaban de ser muertos, y posiblemente irían ataviados con sus mejores galas, con muchas medallas y condecoraciones que se llevarían consigo al otro mundo. Y ahí estaban mis ganancias, en sus distintivos metálicos o de algún metal precioso, para que luego, una vez acabada mi faena cotidiana, revendiera en el mercado negro.

La noche pintaba en bastos. Chuzos de punta desde las nueve de la noche. Para colmo, nada mas llegar al cementerio, se fueron las luces de las farolas, por lo que localizar los nichos sería infinitamente más costoso. Introduje dos ganzúas en la cerradura metálica, y en menos de diez segundos ya estaba dentro del hotel de los muertos. Los caminos entre los nichos y sepulturas estaban anegados de barro. Caminé despacio para evitar resbalones y me dirigí hacia donde estaban los panteones, la zona noble de este parque temático. Ayudado por una linterna, busqué entre las estatuas y los pórticos de mármol los nombres que había anotado esta mañana.  

De repente, un sonido seco, como si fuera el impacto de un mazo sobre una losa, rompió incluso el ruido de mis pisadas. Me escondí detrás de una estatua de unos tres metros de alta, y que parecía tener la forma de un ángel con sus alas estiradas, como presidiendo el lugar, vigilante. Una luz se podía vislumbrar procedente del interior de un mausoleo, el cual había sido violentado sin mi permiso. 

No podía ser. Alguien estaba intentando dejarme sin trabajo. A mi, que llevaba siendo puntual a mis citas desde hacía mas de diez años.  Decidí acercarme a hurtadillas para ver primeramente a quien se estaba espoliando sin mi permiso, y segundo, ver quien era el osado de estar en mi territorio laboral sin ni siquiera haberme pagado el canon correspondiente. 

-¿Qué haces en mi territorio?. -le dije-.

No recibí ninguna contestación. El hombre estaba trabajando en lo suyo, como si no fuese esta guerra con él. Había sacado los huesos de al menos tres cadáveres y los estaba introduciendo en una bolsa de plástico de grandes dimensiones. Su atuendo era oscuro, llevaba guantes en las manos, y una máscara en la cara. Imagino que no estaba aún hecho al aroma que los muertos dejan cuando se les sacaba a dar un paseo.  

-¿Qué haces en mi territorio?. -le repetí-. 

El silencio fue su respuesta. Aunque esta vez giró la cabeza para que su mirada se cruzase con la mía, mientras cerraba con varios nudos la bolsa de plástico. Di un paso hacia adelante con la intención de acercarme al usurpador, y me di cuenta de que todo el suelo estaba cubierto de plásticos. Nada más dar un paso adelante, sonó un ruido, como si fuera el disparo de una escopeta.  El usurpador se levantó, se dirigió a la zona donde mi cuerpo yacía muerto por el impacto de un cartucho en mi cabeza. Juntó las cuatro esquinas del plástico para que la sangre no saliera de este, he hizo un gran nudo. Detrás de donde yo estaba, llegó un joven con un arcabuz en mano.

-Este hijo de puta ya no vaciará mas tumbas. El monopolio es nuestro. 

Me metieron en el hueco del nicho que había vaciado el usurpador previamente. Y cuando todo parecía que mi inmortalidad sería en la más absoluta de las soledades, el impostor, con el mismo mazo que había hecho el ruido que llamo mi atención, golpeo la cabeza del joven que me pegó el disparo, cayendo al interior del nicho mientras su alma se perdía en la caída, para yacer el cuerpo a mi lado. Se quito los guantes y la mascara, se zafó de las ropas que llevaba, echándolas al interior del agujero y quedándose puesto con una sotana negra y un alzacuellos. 

-Un hijo de puta que ya no confesará mas atrocidades con los muertos y otro que no cometerá mas asesinatos. -dijo el cura mientras que con su mano derecha hacía el signo de la cruz, como bendiciendo nuestros cuerpos-.

Sin lugar a duda, aquella noche olía a muerte. A la mía. 











domingo, 21 de enero de 2018

El indigente

Llovía.  Las primeras gotas cayeron encima de Jesé cuando aún dormía sobre un banco de la calle Atocha. Una vieja manta raída y sucia, con la que se cubría todo su cuerpo, no impidió que le mojara la cara para levantarse violentamente y maldecir su suerte en esa mañana de Octubre. Mientras,  oteaba fijamente a las personas que iban dentro de sus vehículos -abstraídos seguramente por el sonido de sus aparatos de radios-, y ninguneando la realidad de muchos que como él, deambulaban sin norte para guarecerse en los soportales a esa hora de la mañana.  


En su carrera para evitar que el agua le empapara hasta las entrañas, Jesé tropezó con un hombre que salió trastabillado unos metros hacia adelante.

- Perdón jefe. -Le dijo-.

- Mira por donde vas, haraposo. Me has manchado el traje que vale mas que tu y tu familia de mugrientos. Vete a tu país donde no debiste de salir.

Absorto, miró con rabia a los ojos de esa persona que le había humillado sin motivo. Vio como se ajustaba el nudo de su corbata mientras le devolvía la mirada con ojos enrojecidos y centelleantes, mordiéndose los labios y levantando las cejas.  Desafiante, esperaba a que Jesé abriera la boca para que la tormenta desatara una batalla con un final ya escrito de antemano.  

Jesé retrocedió, y mientras se giraba para emprender otro camino, le mantuvo unos instantes la mirada, sintiendo lástima y compadeciéndose por el energúmeno que le había tratado así.

- Tranquilo moreno. ¿Has desayunado?. -Le dijo una persona que desde la puerta del Bar Pérez había visto la secuencia completa-. 

- Ven. Tómate un café conmigo y charlemos.

En el interior del bar se sentaron en una mesa junto a la puerta, donde aún se veía a la gente pasar hacia arriba y hacia abajo, en una carrera para ganar tiempo sobre la lluvia que no cesaba de caer.  


- Mi nombre es Yago. Soy sacerdote,  y estoy buscando una persona que me ayude en un centro donde damos cobijo y comida a personas sin techo.  No te puedo dar sueldo. Tan sólo un cuarto con ducha, y tres comidas al día.  Llevo observándote estos días por aquí, y ademas de dormir en el banco, rezas cada mañana en las puertas De la Iglesia de San Judas, ayudas a otros como tú, y has evitado que roben a algún anciano que sacaba dinero del cajero automático que hay aquí al lado.

Por la cara de Jesé, viajaban ríos de lágrimas, aunque sostenía la mirada sobre los ojos del padre Yago. Y mientras sus ojos se bañaban en ese mar salado, su cara empezó a pintar un mundo de sonrisas.  De repente vio en Yago a su padre, al ser que le empujó a viajar a otra tierra donde no habría hambre ni miseria. Vio en él la humanidad que le transmitieron su familia desde muy pequeño. Se levantó de la silla, y se abalanzó hacia él, fundiéndose en un abrazo interminable.


Una mañana, siete meses después, llamaron a la puerta De la Iglesia a las seis y diez de la mañana. Jesé se apresuró para abrir la puerta y vió unos ojos conocidos. 

- Por favor, hermano. No tengo donde ir. Me han dicho que aquí puedo quedarme algunos días. ¡Se lo suplico¡. 


El hombre llevaba un traje puesto deshilachado, con una corbata desanudada, zapatos rotos. Estaba mugriento en general, como si llevara durmiendo en la intemperie muchos días.  Cuando alzó la mirada vio a Jesé, firme, sin pestañear, como si fuera el guardián de las puertas del cielo.  Jesé, reconociendo al individuo que le había humillado meses atrás y sin un ápice de rencor, le abrió sus brazos para que, tras abrazarse, se llenara de la paz que le hacia falta en ese momento de su vida.