Relatos, escritos, vivencias

miércoles, 24 de mayo de 2017

El triángulo

La sangre cubría casi la totalidad del suelo laminado de la habitación. El cuerpo de Pepe yacía sobre el pavimento, inmóvil, y por los orificios de las balas aún le salía vaho. Paula, quieta, inmóvil, petrificada como una estatua de sal, miraba el cuerpo de su marido muerto, con la mirada pérdida, e intentando explicarse como se había desencadenado todo. Tenía su cuerpo desnudo, lleno de sangre, por haberse quitado de encima el cuerpo de Pepe cuando calló sobre ella por los disparos recibidos. Parecía la musa de un pintor gore. El silencio se cortaba por la respiración agitada de Joan. Aún con su Walther P99 en su mano, asentado en el borde de la cama, desnudo, con los antebrazos apoyados en sus muslos pregunto:

- Y ahora ¿Qué?...


Pepe estaba teniendo una jornada tediosa. Miembro de la guardia urbana de Barcelona desde hacía catorce años, seguía siendo un guardia de barrio, al que le gustaba patrullar a pie por las calles de su querida Barcelona.   Una persecución a un vehículo robado que acabo con un accidente en pleno puerto olímpico, dos intervenciones por violencia de género, varias peleas entre drogodependientes cerca de las inmediaciones del camp nou, y unos avisos de robo en varios establecimientos regentado por chinos, le habían generado demasiado estrés. Necesitaba desconectar, y un fuerte dolor de cabeza acentuaba las ganas que tenía ganas de llegar a casa, pero faltaban dos horas para acabar su turno. Su mujer, Paula, también compañera y a la que había conocido dentro del cuerpo, había librado y estaría haciendo una suculenta cena como habían quedado, así que habló con el sargento de guardia para que le dejará salir antes. 

Una vez concedido el permiso, salió pitando de la comisaría. Solo tenía que caminar unos minutos para llegar a casa, así que compró unas rosas y una botella de vino. Camino por el paseo de Gracia hasta girar hacia la derecha por la calle Aragón, hasta llegar al apartamento que tenían en la calle Pau Claris. Abrió la puerta  sigilosamente para intentar dar una sorpresa a Paula. La puerta de entrada daba justo a la cocina. Allí no estaba. Giro sobre su derecha para entrar a hurtadillas al salón. Tampoco había nadie. Pensó que estaría comprando algo para cenar y que regresaría pronto. Se dirigió a su habitación para darse una ducha, pero ya en el pasillo escuchó algo parecido a un gemido. Al principio pensó que se estaría dando alguna crema de esas que utilizan las mujeres, pero según se acercaba a la puerta de la habitación, comprobó que había también una voz masculina, y, lo peor, que le era conocida. Abrió la puerta muy muy despacio, dejando una pequeña ranura para poder otear.   Tumbado en la cama boca arriba había un hombre con barba, y encima de este su mujer, la cual se movía pasionalmente, con sus manos apoyadas en el torso del hombre, mientras que esté le tocaba sus pechos. Siguieron con el ritual de sexo y pasión, gozando de cada embestida, acariciandose los cuerpos, besandose.  El se incorporó y puso a su mujer en la posición del perro, para entrar en ella por detrás, casi con violencia, mientras le agarraba con fuerza sus caderas. Los gemidos de los dos eran casi gritos. 


Pepe estaba petrificado.  Por su cabeza le estaban pasando infinidad de ideas, desde sacar su arma y matarlos a salir corriendo. Pero no podía ni hablar hasta que escucho de los labios de Paula la palabra "te quiero". Reaccionó, y como un volcán en erupción sin dejar de soltar lava, empezó a gritar mientras abría con violencia la puerta.

  • Eres una hija de puta. Ni siquiera has respetado nuestra cama. Y Escuchar de tu boca que le quieres. ¿Cuanto lleváis juntos?  Y tú, vístete y vete de mi casa.  Pero... ¿Joan?                    


Joan era también un miembro de la guardia urbana, que entró al cuerpo junto a él.  Era su amigo, su compañero. Y ahora era la persona que estaba en la cama y en la cabeza de su mujer. Y en la suya. 

Pepe se abalanzó hacia el con la intención de pegarle, de romperle cada hueso del cuerpo. Su odio y su ira se habían focalizado de golpe en el. Joan, viendo lo que se le venía encima,  buscó de encima de la mesilla su arma que había dejado al desnudarse, y antes de que Pepe cayera sobre el, vació su cargador sobre su pecho.

Continuara...


jueves, 4 de mayo de 2017

El duelo

La sala número 5 del tanatorio de la Paz estaba casi vacía, o al menos en ese momento, no me fijé en el resto de gente que allí estaba. Un silencio sepulcral invadía la totalidad de los ochenta metros cuadrados que tenía aproximadamente la estancia.  Nada más cruzar la puerta, pude ver en el fondo un pequeño habitáculo donde estaba Eva, de pie, mirando fijamente a través del cristal que separaba del mundo de los vivos, al cuerpo de mi amigo Luis, su marido. Me fui acercando lentamente hacia ella, y aunque hacía tiempo que sabía lo que le tenía que decir llegado el momento, no tenía el valor suficiente de afrontarlo. Y es que a pesar de la situación, no pude evitar pensar que ella seguía siendo el amor de mi vida desde el mismo día que la conocí.

Su muerte no fue repentina, sino todo lo contrario; llevábamos esperando el desenlace desde hacía once meses cuando en su última intervención quirúrgica el médico le comunicó a Eva y familiares que la ciencia había llegado hasta su límite, y que salvo milagro, era cuestión de poco tiempo para que el "hijo de puta" de la guadaña llegara para llevárselo.   No sufriría dolor, pero se iría consumiendo poco a poco, hasta que su cuerpo se quedara sin fuerzas y se entregara a los brazos de la parca.  Había en mi rabia, desesperación, impotencia... Una persona joven, mi amigo. Mi gran amigo se apagaría para nunca mas volver.  Y opté por desearle una muerte rápida, que se durmiera una noche y no se despertara jamás. No quería que sufriera, y que tampoco Eva pasara por el calvario de ver como se iba apagando. Era cuestión de semanas, la dijeron.

Pero el muy cabrón se rió de nosotros. Quiso poner todas las trabas posibles a la muerte. Siempre nos decía que si se tenía que ir de este mundo, quien se lo llevará tendría que trabajar mucho para ello. Y vaya si lo consiguió. Al principio, los visitaba con asiduidad, pero cuando empezó a llegar el deterioro físico, empecé a buscar excusas para no ir a verle. A verlos. Me limitaba a llamarles por teléfono excusándome de no poder ir por motivos de trabajo, o me inventaba cualquier excusa burda. En los últimos días, me llamaba a Eva por las noches, a sabiendas que él estaría dormido o sedado, y siempre acababa llorando y maldiciendo a la vida por tratarla de esa manera.

Ya estaba muy cerca, a escasos metros detrás de ella. Estaba guapísima vestida de negro. Me jodía pensar así en esos momentos, pero incluso en el velatorio mi cabeza no la podía ver de otra forma. Su vestido, algo ceñido,  marcaba su figura delgada, su cara demacrada por el llanto, por los momentos que le estaba tocando vivir. Se la veía alguna arruga en la frente fruto de las noches sin dormir, ojeras pronunciadas y bolsas de líquido debajo de los ojos, hacían a pesar de todo, que la mirará como a una princesa de los cuentos de las mil y una noche. En su mano derecha tenía un pañuelo con el que supongo se secaba las lágrimas.

Se giró cuando notó mi presencia cerca, y al verme, rompió a llorar mientras sus brazos buscaban en mí la fuerza necesaria para no caerse al suelo. Mis brazos la rodearon mientras veía como se le desgarraba el alma, como sus lágrimas le dejaban surcos por sus mejillas, y la escuchaba como maldecía al destino por haberle jugado esta partida haciendole trampas. Casi ya sin fuerzas, se dejó desplomar entre mis brazos. 

En ese momento pude ver lo lleno que estaba el velatorio de familiares y amigos. Escuché de golpe las anécdotas que los presentes habían tenido con Luis. Escuchaba claramente sus voces a pesar del bullicio y el ruido que producían al hablar todos ellos entre sí.  Podía discernir perfectamente cada voz, cada tono, cada procedencia. Me asusté.

Y de repente le vi, de pie, justo en la esquina del pequeño habitáculo donde se podía contemplar su cuerpo, con el hombro izquierdo apoyado sobre el vidrio, una mano por detrás de su nuca, y la otra metida en el pantalón vaquero. Su porte, atletico, su cara con una barba incipiente como la que acostumbraba a tener, sin retocar, al natural.  Me miró con una sonrisa de saberse observado y me dijo: 

  • Cuídala viejo amigo.  Me dijo guiñándome un ojo. Siempre supe de tus sentimientos hacia ella, pero me has sido leal en todo este tiempo. Cuídala. Me repitió. No dejes que sufra más y dale pronto esa vida que se merece. Se que lo harás y mejor que yo, porque ella en el fondo, siempre te ha amado. Tardaréis muchos años ambos en cruzar el umbral del túnel. Hasta siempre.

Sin dejar de abrazarla, sabiendo que nadie más podía verle ni escucharle, vi como la imagen de mi amigo se diluía, mientras mis lágrimas almacenadas desde hacía once meses, afloraban sin ningún tipo de miedo ni reparo, cayendo sobre los hombros de Eva. En ese momento comprendí que era hora de comenzar otra etapa de mi vida.