Si de algo carece este servidor que les escribe, es de conocimientos lingüísticos. Bueno, para aclarar este punto, digamos que políglota soy muy poco. Algo de catalán por cuestiones laborales, lo aprendido en el colegio de francés, y alguna frase suelta de ver películas en inglés: "give me more, give me more" y "oh my good, oh my good" (uno que intentaba culturizarse con cierto género cinematográfico, creo que saben de lo que hablo). Ya hace mucho que dejé mi periodo colegial, allá por el año mil novecientos ochenta y cuatro para ser exactos. Así que, salvo un viaje a Túnez, donde pude alardear de mi sapiencia parlando en "gabacho", jamás necesité de otros idiomas para hacerme entender, dado que siempre he ido acompañado por alguien con dominio de la parla inglesa.
Y es que un servidor tuvo que dejar de estudiar a los dieciséis años, y comenzar a convertirme en un hombre de provecho y de bien. O sea, a trabajar. En mil novecientos ochenta y nueve, a la friolera edad de diecinueve años, me llamó la madre patria para cumplir con el servicio militar, regresando transcurrido el año obligatorio de prestación, al que consideré de vacaciones, y decidí compaginar el trabajo con la faceta estudiantil en un centro nocturno. Vayamos pues al grano...
Septiembre de mil novecientos noventa. Recuerdo perfectamente el primer día de clase en el instituto de Alcobendas (no diré el nombre dado que cuando lean este relato comprenderán el por qué). El tutor nos dio una charla, indicándonos que por el hecho de ser mayores, no nos iban a dar más facilidades, y que entendía que si estábamos allí, implicaba por nuestra parte interés, esfuerzo y sacrificio. Se presentaron uno por uno los profesores que iban a impartir el curso, y por último, pasó la profesora de idiomas. Su charla fue en la línea del tutor, pero cuando la acabó, cruzó por mi lado y se quedó mirándome unos segundos, haciéndome sentir un poco raro, y pensé: "no he hecho nada aún y ya me tiene manía". Según se iba alejando, pude ver su espalda cubierta por un jersey amarillo que finalizaba en la cintura, dejando un culo casi perfecto embutido en unos vaqueros, que a mi vista y a la de cualquier zagal de mi edad, no daba más que para fantasear con la "teacher".
La cosa no daba para más. El curso comenzó y en todas las materias siempre fui un alumno aplicado. Pero el inglés se me atragantaba. Además, dado el poco tiempo que tenía para estudiar, prefería emplearlo en el resto de asignaturas en vez que en el idioma hereje (como lo denomino yo). Y los resultados no se hicieron esperar. Iba aprobando todo, menos el inglés.
En diciembre todo dio un giro de tuerca. Antes de las vacaciones, la "teacher" me pidió que me quedara al finalizar la clase. No piensen mal vuestras mercedes porque aún no toca. Me senté en el pupitre cerca de su mesa, y cuando cerró la puerta de la clase, se dirigió a su mesa con un paso lento, contorneando sus curvas a cada paso y sabiéndose observada (o quería imaginar eso). Se apoyó sobre la mesa quedando de pie, frente hacia donde yo estaba sentado. Su charla fue de lo más inquisidora. Que si no me esforzaba nada, que tenía constancia que aprobaba todas las asignaturas menos la suya, que no presentaba los trabajos... Después de 10 minutos de dura charla, me preguntó si tenía algún problema con ella y obviamente contesté que no. Entonces me pidió que le explicara el motivo de mi falta de interés por el idioma. Le conté mi situación sin mentir un ápice. Mayor de cinco hermanos, que dejé de estudiar para ayudar en casa y que, una vez asentado de nuevo al acabar la mili, entendí que sin formación no tendría futuro. Que me levantaba a las seis y media todos los días, y que salía de trabajar a las seis de la tarde, y volaba conduciendo desde Leganés hasta Alcobendas, para llegar a las siete a las clases. Que llegaba a mi casa a las once y media de la noche, y que no sabía de donde sacar más tiempo.
Creo que nunca una verdad dio para tanto. Se mostró dubitativa durante unos minutos y de repente me soltó:
Te propongo un reto. Yo me comprometo a ayudarte con los trabajos de inglés, con darte unas clases particulares para que cojas las nociones básicas y así puedas al menos aprobar esta asignatura, porque sin saber inglés no llegarás a ningún sitio".
El problema añadido estaba que también trabajaba los fines de semana en un bar de copas, y mi tiempo quedaba muy reducido, teniendo unas horas por la mañana o al medio día, y en mi casa era imposible. Así que también después de ser todo lo honesto que uno pudo ser, me propuso ir los sábados a su casa desde las tres y media hasta las seis y media de la tarde.
Las dos primeras clases transcurrieron con absoluta normalidad, tres horas dedicadas a que me familiarizara con verbos, conjugaciones, palabras, expresiones... Pero uno que la veía con camisetas un poco ajustadas y que cada vez que se acercaba a la mesa y se agachaba para ver lo que estaba haciendo, dejaba a mi vista un canalillo de muy señor mío, y me entraban los sudores de la muerte. En la tercera visita, a la hora de estar conjugando el verbo "to be" se me acercó y al dejarme entrever sus encantos, le solté: "así no hay dios que se concentre.." Ella, con una sonrisa como quien tiene la situación controlada, contestó: "creo que es hora que hablemos inglés en otros términos". Y así comenzó una aventura increíble, el sueño de cualquier chaval de veinte años. Me enseño inglés a su manera, y desde esa cita, sólo con presentarme a los exámenes estaba aprobado. Nunca me puso más nota que un 5.8, y encima me enseñó muchas cosas más, que hoy aplico a mis conocimientos masculinos.
Nuestras vidas se separaron en mil novecientos noventa y tres, cuando se fue a Valencia porque su novio aprobó unas oposiciones. Jamás tuve noticias, ni jamás hice por encontrarla. Hoy día, la recuerdo con mucho cariño, porque lo ocurrido era el sueño de todo jovenzuelo... O el mío.
Fantástico como siempre
ResponderEliminarMuchas gracias Mujer 11. Un beso inmenso.
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