Aun recuerdo la primera vez que la vi. Tenía un paso cansino, casi torpe. Aunque, ayudada por dos botones de senderismo, parecía como si se fuese a trastabillar en cualquier momento. El suelo estaba bastante embarrado debido a las constantes lluvias que siempre están presentes en tierras gallegas, y que dificultaban aún más su lento paso. Aún así, no perdía esa carencia antiestética de caminar.
Llevaba puesta una malla térmica de color negro que se ajustaba a la perfección a su figura, que no era la de una persona muy mayor, una cazadora cortavientos del mismo color, y una mochila demasiado grande para hacer el camino de Santiago, lo que indicaba claramente que era su primer periplo como peregrina. Eso sí, portaba la vieira colocada en la parte trasera de la mochila como identificativo de su condición de peregrina, que se iba golpeando a cada paso contra una cantimplora metálica, que rompía la magia de escuchar las pisadas sobre la húmeda tierra y sobre algunos de los charcos, que se habían formado en esa parte del camino.
No dudé en ponerme a su altura, y emitir el saludo que entre peregrinos se hace. Gire un poco mi cuerpo hacia mi derecha y, sin dejar de caminar, le dije: "Buen camino, peregrina". Pude ver su cara, unos 40 años me dije. No contesto. Pensé primeramente que era extranjera y que no había entendido lo que le había dicho, pero rápidamente bajó la mirada, y siguió con su paso torpe hacia adelante; aún así, pude vislumbrar el surco que iban hacían sus lágrimas recorriendo sus sonrojadas mejillas.
Verla llorar me produjo una tristeza infinita, pero no quise interrumpir ese momento, primeramente por respeto, porque yo mismo había pasado por algún momento similar en anteriores caminos, y formaban parte del caminar, de pensar, de vaciar culpas, de repasar momentos de la vida, de hablar con quienes ya no están, de encontrar sueños, de buscar explicaciones... Motivos hay miles, millones diría yo. Pero por entender que su momento no debía ser invadido, no articulé más palabras y seguí caminando con mi paso, que era mucho más ágil y rápido.
No deje de pensar en ella, en su llanto, en intentar saber cual eran los motivos para tanta lágrima. Una perdida importante, un corazón roto en tantos trozos como estrellas hay en el universo, un reencuentro con la fe que podría haber perdido años atrás, y que en un sin cesar de pasos, de firmar con la suela de sus botas las rojizas tierras que componían los caminos, de ver amanecer casi todos los días cargando su pesada mochila, de escuchar el trinar matutino de los pájaros, o caminar siempre en dirección hacia el sol, hacia los confines de la tierra, de ver pasar o adelantar a peregrinos como ella, como yo...
Habían transcurrido 4 horas desde que la perdí de vista. Estaba sentado junto a un tronco de un frondoso castaño, que estaba junto a un puente de piedra a la entrada de Ribadixo. El río que pasaba por debajo de su ancho arco, llevaba bastante agua, y decidí dar un descanso a mis cansados pies. Me desabroché las botas de media caña y me dirigí a unas piedras bastante grandes que estaban en la orilla, donde podía sentarme y tener los pies dentro del agua. Me perdí por un instante en el tiempo, sin darme cuenta de que alguien se había sentado a mi izquierda. Abstraído en mis pensamientos, me sobresalté cuando escuche el ruido del chapoteo de unos pies que no eran los míos. Gire rápidamente la cabeza y estaba allí, sentada a unos 2 metros de mi. Me miró, con la dulzura de una madre que mira a su hijo dormido. Extendió su mano derecha y me removió mi ya enredado pelo. Fue un gesto sencillo, como el de una persona adulta que en un parque remueve el pelo a un zagal cuando pasa por su lado. Estos gestos que no dejan de sorprender a uno tras tantos periplos de peregrino. Quien no haya hecho el camino le costará comprenderlo, porque la magia esta tras cada paso, en cada persona que se presta a ayudar a otro peregrino que sufra un percance mientras camina, en los albergues y hospitaleros, en ver que a pesar de la raza, sexo, país de origen, y otras condiciones, siguen existiendo personas que se mueven por el mundo de una manera noble y abierta, sin caretas, tal y como son.
Nos miramos, y fue como si explotaran miles de palabras entre nosotros sin abrir la boca. Se levantó, se calzó sus botas, me miro nuevamente, y escuche en ese puente sus primeras y últimas palabras: "Gracias por respetar mi momento. Nos vemos en el camino".
Camine 7 días más. Hasta Fisterra. Al lugar donde por tradición se quema algo usado en el camino, algo simbólico para dejar que el fuego consuma también las culpas y penas, para enterrar algo, para cerrar puertas y etapas de la vida, y que el humo de lo lleve lejos.
Y allí me quedé hasta que vi morir al sol, hasta que las aguas bravías del atlántico engullieron al astro rey dejando paso a un color anaranjado en el cielo, similar al de las llamas que habían quemado mis botas. Y en ese ocaso casi perfecto me quedé pensando en ella, en sus lágrimas, a sabiendas que en este camino habías encontrado lo que estaba buscando. A ella misma.